Los hermanos Coen incursionan, en su ópera prima, por los oscuros territorios del policial negro, y lo hacen con una gran potencia visual y narrativa, introduciendo elementos (de puesta y de tono) de renovación del género, logrando una película ciento por ciento cinematográfica, tan atrapante como el destino trágico que persigue a sus aturdidos personajes centrales.
Dirección: Joel Coen
Producción: Ethan Coen
Guión: Ethan Coen y Joel Coen
Fotografía: Barry Sonnenfeld
Montaje: Hnos. Coen y Don Wiegmann
Música: Carter Burwell
Elenco: John Getz, Frances McDormand, Dan Hedaya, M. Emmet Walsh, Samm-Art Williams, Deborah Neumann.
Resumen argumental:
El adinerado dueño de un bar descubre que su esposa lo engaña con uno de sus empleados, y ordena a un detective privado que elimine a la pareja.
El primer filme de los hermano Ethan y Joel Coen es un sorprendente ejercicio de estilo que logra poner patas arriba las reglas del policial en 1984, cuando ya parecía que el género no aceptaba más revisiones. En lugar de narrar un misterio tradicional, en el cual los espectadores desconocen la solución, este policial sin policías invierte la fórmula y mantiene desorientados a sus personajes al tiempo que revela todos los secretos al público.
Sin nombres importantes en el elenco y con un magro presupuesto, los Coen hacen de la escasez una virtud y entregan una obra en la cual las estrellas son el guión, el montaje y los movimientos de cámara.
Del equipo original que participó en esta producción surgieron nombres importantes para los años siguientes de Hollywood, como el fotógrafo Barry Sonnenfeld y el músico Carter Burwell, pero especialmente la heroína, Frances McDormand, luego esposa de Joel y ganadora del Oscar en 1996 por otro film de los Coen, Fargo. Una segunda línea de actores poco conocidos pero clásicos en Hollywood -John Getz, Dan Hedaya, M. Emmet Walsh- completan el elenco.
Comentario (*):
La originalidad de la forma
Por Leopoldo Muñoz
Nadar contra la corriente resulta una práctica arriesgada en el cine, particularmente al interior de la industria, pero a la postre devela en una mirada propia. Por eso entrega alguna pista respecto al debut de Joel y Ethan Coen, en el mismo año que James Cameron, como servil buhonero del negocio, otorgaba una nueva dimensión al término blockbuster con los nuevos trucos de mercadeo que brindó Terminator. Al contrario de la propuesta a la que se rindió Hollywood, y que generó una lucrativa saga, los hermanos de Minneapolis a los pocos meses del frenesí despertado por el cyborg, sorprendieron en el flamante festival de Sundance con su ópera prima, fruto de una libertad creativa y una exuberante cinefilia. De alguna manera Simplemente sangre significó un revés a la tendencia mercantil, sustentada por el adagio popular acerca que el cine estaba muerto. Homicidio que se pregonó tras el fin de los gloriosos 70 para el audiovisual en EE.UU. y la consecuente irregularidad de las obras de la pandilla ítaloamericana compuesta por Cimino, Scorsese, Coppola y DePalma. En ese mismo sentido, la aparición de los Coen durante los ’80 tuvo un efecto similar -al hacer tambalear el status quo de la producción estadounidense- a lo ocurrido con Tarantino en los ’90.
Al igual que en muchas de sus posteriores películas, el relato comienza como una escéptica parábola a partir de una voz en off, y que aquí mientras se escucha la letanía, se exhibe el paisaje desolado texano que anticipa el tono argumental. Tras el breve prólogo -fundacional en su filmografía, elemento que instala el absurdo existencial que se repite en sus mejores películas- el poder audiovisual que revelan los Coen instala de inmediato su calidad autoral. Un plano medio fijo que muestra de espaldas a Ray (John Getz) y Abby (Frances McDormand) en un auto por la carretera durante una lluviosa noche, da cuenta que «los hechos ya ocurrieron». Y como espectador advertimos que somos testigos de lo inevitable, de las consecuencias de una situación anterior. La contención v/s el deseo agobia al interior del auto y para graficarlo, el tiempo interno del conflicto entre los dos personajes -a punto de convertirse en amantes- fluye por la sutil edición del cuadro a través de las luces en el parabrisas.
La escena, que rescata la esencia del film noir -género al que se adscribe el filme y que entre sus alusiones más evidentes aparecen dos adaptaciones fílmicas de novelas de James M.Cain: Pacto de sangre (1944) y El cartero llama dos veces (1946)- connota instantáneamente el carácter cinéfilo de la dupla creativa. Lo que se confirma con el clasicismo de la puesta en escena y el montaje, que a pesar de su ingenio y condición de detonante para la imaginación, responde a los cánones tradicionales, o sea, cortar/ pegar de tal forma que en la mente se provoque la ilusión de armonía y continuidad a la yuxtaposición de tomas registradas en momentos y situaciones diferentes.
Delicadezas que se nutren de los elementos propios del cine, visto como un arte de la ilusión gracias a las luces y sombras en un telón y no un simple medio para contar una historia, y que definen el estilo de los Coen. Esta construcción fílmica, basada en una labor de «bordado invisible» tiene instantes inolvidables tal como cuando se ve a Julian Marty (Dan Hedaya), marido de Abby, observar por un ventanal mientras se mueve por la barra Meurice (Samm Art-Williams), su empleado afroamericano con quien cree que su mujer lo engaña. Plano siguiente, la cámara adentro del bar enfoca a Meurice mientras pasa por arriba de la barra, así con una sincronía exacta los dos cuadros unen «mágicamente» espacios, sensaciones y personajes.
Esta sofisticada forma de dirigir no sólo potencia los instantes contemplativos sino es el motor de las secuencias de mayor violencia. La asombrosa combinación de planos que muestran el momento en que es acribillado Julian por Loren Vissen (M. Emmet Walsh), el investigador privado él contrató para matar su esposa y a Ray, no es un instante aislado en el metraje. Por el contrario, es un ejercicio cinematográfico reiterado por los Coen que altera nuestra percepción sobre los hechos, y que adquiere tintes alucinógenos en otras escenas.
Esta riqueza formal de los Coen no concluye en el generoso uso de la imagen. Concientes del poder del audio -al modo de las enseñanzas de Bresson en Notas sobre el cinematógrafo: «Es preciso que los ruidos se conviertan en música»- asignan al sonido un poder tan significante como la imagen. Así, los grillos que irrumpen en la quietud nocturna mientras Loren escarba en el bolso de Abby, la pala que Ray arrastra por el pavimento, el rugir de un camión que se aproxima a Julian a rastras o el decepcionante clic de una pistola sin balas abren el habitual reduccionismo de nuestra sensorialidad. Hábito que la pareja de directores adopta como propia y en la cual reinciden de manera extrema en Sin lugar para los débiles, donde prácticamente no hay música.
Este amor por la riqueza de los materiales fílmicos no son preciosismos estériles sino han influenciado a algunos de los más creativos cineastas contemporáneos. Sin ir más lejos, el propio Tarantino ha reciclado imágenes y conceptos de esta película para su propia imaginería. La vieja idea que remozan los Coen de que un empleado fornique con la mujer de su jefe gatilla la acción en Pulp Fiction (1994). Exageración dirán algunos, pero las similitudes se traslucen con mayor obviedad en la secuencia calcada en que Travolta habla por intercomunicador con Uma Thurman, idéntico a lo que sucede entre Ray y Abby en la casa de Julian. Las semejanzas no concluyen ahí, la verborrea de Loren surge como un antecedente a los regulares soliloquios de la fauna de Quentin e incluso el entierro de Julian aún vivo precede a lo sufrido por Thurman en Kill Bill: Vol. 2 (2004).
Pero la profunda impresión que causa Simplemente sangre va más allá de observar un monumento audiovisual. Porque tal vez no es la mejor película de los Coen, pero sí el origen de su gloria, pues el nihilismo de su atmósfera perturba los cimientos del mayor optimista. «Siempre piensas lo peor» comenta Loren a Julian respecto a que era un caucásico el amante de su esposa y no el «negro» que él creía. Sentencia, que se complementa con la voz en off del prólogo, y que rige la acción pues más allá de la voluntad de los personajes pareciera que un macabro azar mueve los hilos de sus destinos. Por eso los detalles que parecen primordiales para las soluciones a la intriga como el encendedor de Loren o las manchas de sangre en el asiento trasero del auto de Ray, sólo angustian a la platea y representan esfuerzos inútiles de salvación. El pavoroso sino radica en la estructura de los personajes y el paso del tiempo más que en móviles que los llevan actuar. El carácter meditabundo de Julian y sus irrefrenables vómitos frente al pánico, los chistes sucios y codicia del detective definen su futuro tal como también la actitud dubitativa que mueve por inercia a Ray le pasa la cuenta y en cambio la osadía constante de Abby la salva. Sin embargo, ese no es el mayor transtorno para la sensibilidad del espectador sino el que provoca la trágica confusión en que se desenvuelven estos seres. La incredulidad de Abby, las falsas presunciones de Ray, el convencimiento de Meurice que Julian está vivo y que su colega robó, inducen a que deambulen desorientados, a ciegas. Tanto que en la estremecedora secuencia final ellos ni si quiera saben quien es él que los ataca. Esta visión entrópica de la vida, que en su tinte ligero son fuente de la comedia de equivocaciones, los Coen la reiteran con fuerza en Fargo, El gran Lebowski y en el remake de El quinteto de la muerte, cuya versión original (1955) es un inevitable referente al respecto.
Si hay algo debatible, o para algunos cuestionables, son apenas un par de escenas que semejan ser un derroche de virtuosismo -fruto del ímpetu natural de una primera obra- y que en retrospectiva son nexos cronológicos que no agregan mayor tensión al filme. La primera es cuando Ray, tras enterrar a Julian, viaja por la ruta de improviso, un auto le enciende las luces y al momento del encuentro el conductor del otro carro simula dispararle con el índice. El otro momento transcurre cuando Ray explica lo ocurrido con su jefe a Abby y los Coen, para ahorrarse la reacción de la mujer, muestran como un periódico lanzado -que se avista en cámara lenta- interrumpe la escena. Preámbulo para llegar al gran epílogo en el departamento arrendado por Abby, donde los directores aumentan el horror pero a la vez sugieren la idea de mayor vuelo teórico. Una epifanía respecto al poder del cine, la que se vislumbra cuando Loren, con su mano apuñalada contra una ventana, dispara contra la pared y las balas abren orificios que proyectan rayos de luz a la oscuridad que habita Abby, sin haber recibido un solo disparo. Imagen de sublime belleza y llena de intención, que despierta el hambre de interpretaciones. «Formas que parecen ideas. Considerarlas verdaderas ideas» como diría Bresson. Sin mucho esfuerzo se puede figurar que la muralla atravesada por las municiones simula un telón en penumbras que se ilumina por el efecto de los tiros de cámara. Alegoría que concuerda perfecto con la salvación de Abby, que de manera contraria acierta sus disparos en el detective, quien está fuera de cuadro oculto por una puerta. Un final estremecedor, que enfoca a los intereses esenciales de los Coen por el oficio cinematográfico y que por su potencia fue la semilla que impulsó a muchos cinéfilos a aspirar a convertirse en cineastas.
(*) Tomado de: MABUSE Revista de Cine